Compartimos una reflexión tan profunda como transversal de José Saramago, notable escritor comprometido con su tiempo, que expresa su pensamiento sobre el fenómeno de la inmigración en el mundo que, desde hace siglos, es un símbolo de la búsqueda de la libertad, la emancipación, la justicia y el pan de cada día.
Acerca de la
inmigración en el estrecho de Gibraltar
José Saramago, Premio Nobel de Literatura 1998
Que tire la primera piedra quien nunca haya tenido manchas de
emigración en su árbol genealógico... Así como en la fábula del lobo malo que
acusaba al inocente cordero de enturbiar el agua del arroyo de donde ambos
bebían, si tú no emigraste, emigró tu padre, y si tu padre no necesitó mudar de
sitio fue porque tu abuelo, antes, no tuvo otro remedio que ir, cargando la
vida sobre la espalda, en busca de la comida que su propia tierra le negaba.
Muchos portugueses (¿y cuántos españoles?) murieron ahogados en el río Bidasoa
cuando, noche oscura, intentaban alcanzar a nado la otra orilla, donde se decía
que el paraíso de Francia comenzaba. Centenas de millares de portugueses (¿y
cuántos españoles?) tuvieron que adentrarse en la llamada culta y civilizada
Europa de allá de los Pirineos, en condiciones de trabajo infame y salarios
indignos. Los que consiguieron soportar las violencias de siempre y las nuevas
privaciones, los supervivientes, desorientados en medio de sociedades que los
despreciaban y humillaban, perdidos en idiomas que no podían entender, fueron
poco a poco construyendo, con renuncias y sacrificios casi heroicos, moneda a
moneda, céntimo a céntimo, el futuro de sus descendientes. Algunos de esos
hombres, algunas de esas mujeres no perdieron ni quisieron perder la memoria
del tiempo en que padecieron todos los vejámenes del trabajo mal pagado y todas
las amarguras del aislamiento social. Gracias sinceras les sean dadas por haber
sido capaces de preservar el respeto que debían a su pasado. Otros muchos, la
mayoría, cortaron los puentes que los unían a aquellas horas sombrías, se
avergonzaron de haber sido ignorantes, pobres, a veces miserables, se
comportaron como si la vida decente, para ellos, sólo hubiera comenzado
verdaderamente y por fin el día felicísimo en que pudieron comprar su propio
automóvil. Esos son los que estarán siempre dispuestos a tratar con idéntica
crueldad e idéntico desprecio a los emigrantes que atraviesan ese otro Bidasoa
más largo y más hondo que es el Estrecho de Gibraltar, donde los ahogados
abundan y sirven de pasto a los peces, si la marea y el viento no prefirieron
empujarlos a la playa, hasta que la guardia civil aparezca y se los lleve. A
los supervivientes de los nuevos naufragios, a los que pusieron pie en tierra y
no fueron expulsados, les espera el eterno calvario de la explotación, de la
intolerancia, del racismo, del odio a la piel, de la sospecha, del
envilecimiento moral. Aquel que antes fue explotado y perdió la memoria de
haberlo sido, acabará explotando a otro. Aquel que antes fue despreciado y
finge haberlo olvidado, refinará su propia capacidad de despreciar. Aquel a quien
ayer humillaron, humillará hoy con más rencor. Y helos aquí, todos juntos,
tirándole piedras a quien llega hasta esta orilla del Bidasoa, como si ellos
nunca hubieran emigrado, o los padres, o los abuelos, como si nunca hubieran
sufrido de hambre y desesperación, de angustia y de miedo. En verdad, en verdad
os digo, hay ciertas maneras de ser feliz que son simplemente odiosas.