El hombre más viejo del
mundo, un cuento de Eduardo Galeano
Era
verano, era el tiempo de la subienda de los peces, y hacía ciento veinticinco
veranos que don Francisco Barriosnuevo estaba allí.
—
Él es un comeaños –dijo la vecina. Más viejo que las tortugas.
La
vecina raspaba a cuchillo las escamas de un pescado. Don Francisco bebía un
jugo de guayaba. Gustavo, el periodista que había venido de lejos, le hacía
preguntas al oído.
Mundo
quieto, aire quieto. En el pueblo de Majagual, un caserío perdido en los pantanos,
todos los demás estaban durmiendo la siesta.
El
periodista le preguntó por su primer amor. Tuvo que repetir la pregunta varias
veces:
—
Primer amor, primer amor, ¡primer amor!
El
matusalén se empujaba la oreja con la mano:
—
¿Cómo? ¿Cómo dice?
Y
por fin:
—
Ah, sí.
Balanceándose
en la mecedora, frunció las cejas, cerró los ojos:
—
Mi primer amor...
El
periodista esperó. Esperó mientras viajaba la memoria, destartalado barquito, y
la memoria tropezaba, se hundía, se perdía. Era una navegación de más de un
siglo, y en las aguas de la memoria había mucho barro, mucha piedra, mucha
niebla. Don Francisco iba en busca de su primera vez, y la cara se le contraía
como un puño.
El
periodista desvió la mirada cuando descubrió que las lágrimas estaban mojando
los surcos de esa cara estrujada. Y entonces don Francisco clavó en la tierra
su bastón de cañabrava y empuñando el bastón se alzó de su asiento, se irguió
como gallo y gritó:
—
¡Isabel!
Gritó:
—
¡Isabeeeeel!