Días después del VIII Congreso
Internacional de la Lengua Española (CILE), que tuvo lugar en Córdoba
(Argentina) del 27 al 30 de marzo de 2019, cuyo lema fue “América y el futuro
del español. Cultura y educación, tecnología y emprendimiento”, seguimos hablando de las transformaciones de la lengua y del lenguaje frente a tantos cambios sociales, culturales y tecnológicos.
Es
sabido que el lenguaje que usamos es dinámico y que se va construyendo y
ampliando a través del tiempo y de las necesidades y cambios que ocurren en la sociedad.
Por ejemplo, desde la irrupción de las TIC e Internet hemos incorporado muchas
palabras que dan cuenta del mundo digital y que han sido admitidas por la Real
Academia Española (RAE): web, wifi, blog, hacker, tuitear, chatear, postear…
También
es cierto que el lenguaje es una herramienta que le da forma a nuestros
pensamientos y que la manera en que nos expresamos tiene una influencia
definitiva sobre nuestra subjetividad y nuestras acciones. Hoy el debate se
teje alrededor del lenguaje inclusivo o
no sexista y en esa trama, que genera cierta incomodidad, sobrevuelan
interrogantes como: ¿El lenguaje inclusivo es un fenómeno meramente lingüístico
y, o, es un fenómeno claramente político y social? ¿Se usa y difunde con más
fuerza en los grupos adolescentes y juveniles de pertenencia urbana? ¿Quiénes son
los partidarios y los detractores del uso del lenguaje inclusivo y cuáles son
los argumentos esgrimidos por ambos grupos?
Según Daniel
Carreño León, en un artículo publicado en el diario El Espectador (14 de enero
2019), el idioma español perpetúa una
inequidad histórica que desde siempre ha dejado a mujeres en una posición
inferior a la de los hombres por el hecho de emplear lo que se conoce como un
masculino genérico. Aunque pueda sobrar la explicación, esto significa que a
grupos compuestos por ambos, mujeres y hombres, se les refiere con pronombres y
adjetivos masculinos, razón por la cual decimos que un avión va lleno de
pasajeros, así también viajen en éste muchas mujeres.
Una de las tempranas alternativas que se
idearon para esquivar esta ‘masculinización’ fue la de utilizar el símbolo
arroba (@) para reemplazar las terminaciones en ‘o’ y ‘a’ —dado que éste
visualmente parece una combinación de las dos letras—, así resultando en usos
como “hola a tod@s” o “bienvenid@s”. Obviando el problema de legibilidad que
esto implica, sus mayores obstáculos son que es inaplicable para sustantivos
que no terminan en estas letras y que de todos modos no existe una forma viable
de pronunciarlo…
Luego
se pasó a la opción del uso simultáneo de la “o” y la “a”, por ejemplo “todos y
todas”, “ciudadanos y ciudadanas” pero esa alternativa resultó insuficiente “ya que se limita a un sistema binario que
solo entiende dos géneros y por ende discrimina a miembros de la sociedad que
no se identifican con el masculino ni con el femenino”… Es así que se llegó a
la solución más aceptada: la letra ‘e’. Este modelo es el más comprensivo y
bien estructurado, proponiendo el reemplazo de las letras ‘a’ y ‘o’ por la ‘e’,
y la adición de pronombres o adjetivos que la empleen a sustantivos que no
cambian: “ustedes son les más grandes y buenes”, para dar un ejemplo (Carreño León, 2019).
Presentado
este escueto resumen sobre las alternativas que fueron surgiendo en el movimiento
del lenguaje inclusivo, nos preguntamos: ¿El uso de un lenguaje inclusivo, no
sexista, soluciona de algún modo el problema de vivir en una cultura y sociedad
de amplia impronta machista y discriminatoria? ¿Cómo hablar e interactuar en el
ámbito de las instituciones educativas?
Quienes
nos ocupamos y preocupamos por la educación estamos convencidos de que el
cambio cultural se construye con una educación que nace en el seno de la
familia y que se prolonga y extiende en la escuela alrededor de valores como la
conciencia social, la tolerancia, el respeto y la igualdad, rechazando las discriminaciones,
desigualdades y hegemonías.
Referencias
y otras fuentes de consulta: