Desde la perspectiva histórica, la educación escolarizada o formal fue concebida como factor o agente de homogeneización cultural a través de un discurso hegemónico que, en nuestro país, estuvo asociado a la escuela con su función de "asimilación" de los inmigrantes europeos y de los pueblos originarios de nuestro territorio. Así la cultura dominante se imponía como la legítima y la universal y todo aquello que no seguía ese modelo, caía en la marginación social.
Pasaron los años y hacia finales del siglo XX, el fenómeno de las nuevas migraciones en Europa con todos sus conflictos y dilemas, reflotó el problema de la construcción antropológica y sociológica de las identidades individuales y colectivas, de la vocación del hombre por lo universal y de la centralidad de la persona, con sus derechos fundamentales y libertades personales.
Todo ello abrió la necesidad de la educación intercultural, una práctica social para todos y de todos, en la búsqueda de aquello que une y diferencia (Rosoli, G.). Una educación que procura que los diversos grupos culturales y, o, étnicos preserven sus singularidades y costumbres aunque convivan en el conjunto más amplio de la sociedad. Un camino que posibilita la construcción de una sociedad democrática que supere los modelos de uniformidad y asimilación que rozan con el etnocentrismo y la intolerancia.
A manera de cierre retomo una estupenda reflexión de Eduardo Galeano (Patas Arriba. La escuela del mundo al revés):
“…Lo mejor que el mundo tiene está en los muchos mundos que el mundo contiene, las distintas músicas de la vida, sus dolores y colores: las mil y una maneras de vivir y de decir, creer y crear, comer, trabajar, bailar, jugar, amar, sufrir y celebrar, que hemos ido descubriendo a lo largo de miles y miles de años”
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